A veces la lluvia era tan densa que permancía en los párpados como un abrigo azul de ceniza.
A veces había tanto silencio que los pájaros nos confundían con estatuas.
Y otra vez las rosas que nunca morían estaban allí para nosotros, resplandeciendo en esa llama, que era la llama del amor, y nadie más lo sabía.
Sólo nosotros,
en ese jardín intacto de la memoria que sigue renaciendo para que nos amemos.